Nadie pasaba por aquella carretera. Su viejo coche le había vuelto a fallar, otra vez le había dejado tirado en medio de un camino que no iba a ninguna parte. A lo lejos divisó las luces de un pueblo, esperando que la buena fortuna le proveyera de un mecánico, se dirigió hacia ellas.
Cuando estaba muy cerca de las primeras casas, se encontró con una muchacha que llevaba un ramo de flores en su mano. Sin pérdida de tiempo le preguntó si había taller o mecánico en el pueblo, la muchacha le respondió afirmativamente, y le invitó a pasar los días necesarios, hasta que lo repararan, en una vieja casona que su madre alquilaba en verano a turistas.
Unos días de descanso, en un pueblo pacífico y silencioso, le vendrían muy bien. Así pues, aceptó. Estaba cansado y apenas se quitó ropa antes de acostarse y quedarse profundamente dormido.
Cuando el sueño se vuelve más ligero, unos ruidos procedentes del piso superior le despertaron. Era de madrugada y apenas se veía, quiso encender la luz, pero no funcionaba. Los ruidos eran más constantes, así que decidió investigar. Subió al piso superior, recorrió habitación por habitación, pero no vio nada que indicara el origen de los ruidos.
Ya por la mañana, fue a visitar al mecánico, quien le dijo que tenía que esperar dos días hasta que llegaran las piezas.
El pueblo tenía calles estrechas, adoquinadas; las casas estaban hechas de piedra; la iglesia situada en el mismo centro del pueblo, tenía unas rocas que la rodeaban y un cartel en el que ponía: “Contra el mal”. El día pasaba rápidamente, la noche empezaba a aproximarse. Las luces de las cosas se iban encendiendo poco a poco. Volvió a la casona cuando la última luz del día se extinguía.
Apenas se había acostado cuando los ruidos del piso superior comenzaron con su peculiar sinfonía. Siempre que subía, nunca encontraba nada. Siempre que bajaba, volvían a sonar.
Se le ocurrió salir a pasear, la noche invitaba a ello. Quizás podría dormir en el coche. La puerta no se abrió. Tiró del pomo una y otra vez pero seguía cerrada. Buscó una ventana por la que salir pero todas estaban bien cerradas.
Los ruidos volvieron a sonar, esta vez con mucha más fuerza, más cerca. Empezó a preocuparse, incluso a tener miedo. Una sombra se movió por el pasillo, ahora estaba seguro de que algo o alguien estaba allí. La sombra cada vez se movía más y más cerca. Esta vez no lo dudó, cogió una silla y la lanzó contra la ventana de la cocina, justo antes de saltar él mismo.
Corrió y corrió, la sombra seguía tras él, persiguiéndolo. Su coche estaba aparcado en las puertas del taller, signo inequívoco de que estaba arreglado. Así que entró como pudo, cerró las puertas, miró hacia todos los lados intentado descubrir la sombra perseguidora, pero no la vio. Intentó poner el coche en marcha, pero éste se negaba a arrancar.
Un sin fin de pensamientos fluían en su mente. Bajó del coche y no dejó de andar hasta que las fuerzas lo abandonaron. Al despertar todo estaba oscuro, su cuerpo reconoció el contacto de unas sábanas, de un colchón. Poco a poco se incorporó, pudo encender una luz. Era una habitación sencilla, apenas tenía muebles.
La cama era pequeña, como la de un niño. A su lado había una pequeña mesilla de noche con un cajón vacío. La lámpara que estaba sobre ella, no tenía bombilla. A su espalda había un armario, pero estaba cerrado con llave.
Abrió la puerta y salió. La casa estaba despierta. Era una casa fría, de sus paredes heladas parecían emanar un vapor. Apenas había muebles y todos ellos estaban cubiertos por sábanas que, en un principio, habían sido blancas, lo que sugería que hacía tiempo que nadie había estado allí. Sólo la habitación donde había despertado parecía estar habitada, el resto estaba lleno de polvo, con telarañas por cualquier rincón, y ese olor tan característico de las casas abandonadas.
Lo más curioso era que no había encontrado ninguna puerta ni ventana que diera al exterior, sólo unas escaleras que subían al piso superior.
Volvió a la habitación e intentó abrir el armario buscando alguna pista que le aclarase dónde estaba y porqué estaba allí.
Al no conseguirlo, subió las escaleras, pues pensaba que, tal vez, fuera una especie de sótano y que en el piso superior estaría la puerta de entrada. Subió y subió, no supo cuántos escalones, pero al final logró llegar ante una puerta. Estaba cerrada. Pensó en derribarla, pero parecía muy sólida, con una cerradura fuerte.
El pánico empezó a apoderarse de él. Nadie sabía dónde estaba, nadie iría a ayudarlo. ¿Qué iba a hacer?.
Volvió a bajar las escaleras y se dirigió a la habitación, tenía que abrir el armario fuera como fuera.
Empezó a dar golpes a la cerradura, cuando, en uno de ellos, saltó, abriéndole la puerta de par en par, mostrándole todo lo que guardaba con tanto celo. Mantas, abrigos, camisas, camisetas; de distintas tallas, de hombre, de mujer o de niño. Aquello parecía un pequeño puesto de un rastrillo de cualquier ciudad.
No tenía sentido. ¿Para qué guardar estas ropas bajo llave?. Había conseguido abrir el armario y ahora, ¿qué?.
Su única esperanza era la puerta de las escaleras. Volvió a subir, esta vez con la pata de una mesa, para usarla como ariete. Golpeó la cerradura con la pata una y otra vez, pero lo único que consiguió fue hacerla pedazos. Desesperado, sin aliento, se sentó en los escalones. Estaba cansado, hambriento, sediento; se recostó y cerró los ojos.
Un ruido seco le despertó, miró a su alrededor, la puerta estaba abierta. Se levantó de un salto y la atravesó raudo. Nada más cruzarla la puerta se cerró, dando un fuerte portazo. Todo quedó en la más absoluta oscuridad.
A tientas buscaba una pared un mueble, algo a lo que aferrarse, pero nada encontró. En aquella total oscuridad perdió toda orientación. La desesperación se convirtió en pánico, en auténtico terror.
Unos pasos sonaron enfrente de él. Llamó, gritó, pidió auxilio, pero nadie contestaba. Los pasos se estaban alejando, así que corrió guiándose por el sonido. Pero cuanto más corría, más corrían los pasos, de manera que siempre había la misma distancia entre ambos. De repente los pasos dejaron de sonar y una extraña luz, mortecina al principio, parecía querer hacerse paso entre tantas tinieblas.
La luz ganaba en intensidad mientras se acercaba a ella, no sabía si sentir alivio o temerla. Cuando se acercó lo suficiente comprobó que la luz provenía de la única sala que había. Al entrar una extraña sensación le recorrió todo el cuerpo, desde la nuca hasta los dedos de los pies. No sabía de dónde procedía aquella luz, lo que era cierto es que habían pasado de la oscuridad a la luz, de la noche al día.
Volvieron a sonar los pasos, esta vez pudo ver una silueta femenina que se colocó a contraluz, de forma que era imposible adivinar de quién se trataba.
Una voz dulce, suave, de una mujer madura, le dijo que no temiera, que él era el ELEGIDO. Intentó preguntarle qué era todo esto pero era incapaz de articular palabra alguna.
La mujer se le acercó, ahora sí podía verla. Debía tener unos 45 años; tenía el cabello recogido con un pañuelo; era hermosa, pero dejaba entrever que en su juventud debió ser la más bella de todas las mujeres; sus ojos eran grandes, de un gris ceniza, era incapaz de apartar la mirada de ellos, pero a la vez, los temía.
El ELEGIDO, lo repetía una y otra vez, pero el ELEGIDO ¿para qué?.
La mujer le cogió la mano, sintió lo fría que la tenía, tan fría como las paredes del piso inferior. Lo arrastró junto a una mesa que ni siquiera había visto que estuviese ahí antes. Hizo que se tumbara, apenas podía respirar, sus nervios se le concentraban en el pecho ahogando sus pulmones. Intentaba oponerse, intentaba hacer muchas cosas, pero su cuerpo no era suyo, era un pelele en ¿manos? De esa extraña mujer.
Vio impotente como le desabrochaba la camisa, y como le hacía unas extrañas marcas en el pecho. De no se sabe dónde, la mujer sacó una daga de oro, brillaba magníficamente, parecía tener vida propia.
Hizo una pequeña plegaria, que él no pudo entender, y tras un gesto rápido atravesó el corazón del hombre. Sentía como, poco a poco, iba perdiendo la vida. Hasta que, por fin, murió. Otra mujer, esta más joven, se acercó a la primera y le susurró si podía quedarse la camisa del hombre, otra más para su colección particular. La mujer la miró, la sonrió, y le dijo a su hija que sí y volvió a darle instrucciones de que si alguien quería pasar la noche lo llevara a su casona de donde nunca más volvería a salir.
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3 comentarios
Write comentariosOle, que bien escribes chaval...
ReplyEn mi "space" ya está modificada la dirección.
y con el "space" que piensas hacer??
Un abrazo.
Ahora no puedo leerlo, me pasaba por aquí por si "solo" te habías hecho un perfil o por si habías abierto un nuevo blog....y me alegra ver que es lo segundo..
ReplyMañana me pasaré más tranquilamente, que ahora voy a ver si termino unas cosillas y mi jefe con un poco de suerte me manda pa casa...
Salu2
....¿qué miedito no?...
Replyains! menos mal que estoy a plena luz del día y en éste mi curro, que sino....
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