Fue el mejor detective de los años cincuenta. Y el más profesional. Siempre estaba en el lugar preciso en el momento equivocado y dominaba los diálogos como nadie. Sus frases parecían disparos de un Colt 45. Como personaje lo tenía todo. Un pasado turbio, gancho con las mujeres y una tendencia innata a meterse en líos pasadas las dos de la madrugada. Ganó varios premios de novela e incluso llegó a hacer un par de películas. Le partieron la cara más de una vez y otras se la partió él solo con su deportivo tuneado en las noches de estreno y Johnnie Walker. Finalmente, se estrelló también profesionalmente porque no vio cómo cambiaban los tiempos y los títulos en los editoriales. Mientras los escritores renovaban el género con hackers informáticos y asesinos manipulados genéticamente, él seguía a su bola, con su pinta de Robert Mitchum de serie B, gabardina larga, cigarrillos turcos y loción de masaje Varón Dandy. Fiel a los valores de antes y a su música de siempre: La niña de Puerto Rico, Love me tender, Solamente una vez... Su mundo seguía siendo el de los locales de champán barato y moqueta raída con mujeres de vuelta de muchos camerinos, de polis duros y a veces nobles, de amigos que saben estar callados y viejos pistoleros que regresan.
Yo conocí entonces a Jimmy Vargas en sus momentos últimos y confusos, cuando ya era un tipo entrañablemente anacrónico y olvidado por los lectores. No era guapo, pero conservaba aún cierto aire de viejo galán desvencijado, el tupé gris, los andares tambaleantes, la mirada brumosa. Lo entrevisté un par de veces para La Semana Negra de Gijón. Me habló exultante de sus nuevos proyectos, una nueva entrega con escenarios de lujo y éxitos como los de años atrás. Me habló de Hollywood, de fiestas de verano en piscinas iluminadas con luz turquesa y música hasta la madrugada vestido de esmoquin con pajarita y fajín a lo Frank Sinatra.
Le dejé hablar mientras caminábamos por el paseo marítimo con la brisa de frente y el tiempo en contra, sin que se me notara la tristeza, asintiendo a todo lo que me decía, mintiéndole como las mujeres con las que estaba acostumbrado a tratar. Diciéndole que sí, que era el más grande. Que nunca había habido otro como él. Que no iba a haberlo jamás.
Me acompañó al hotel y antes de que se fuera, le pregunté con la grabadora ya apagada si en su profesión conocía alguna maldita manera de ganar.
Sonrió con una mueca escéptica de viejo maestro del oficio que sabe cómo y dónde termina todo.
-Bueno -respondió- quizá haya un camino para perder más despacio.
Y ésa fue su última y ambigua despedida. Después me estrechó la mano y lo vi alejarse caminando solo hasta desaparecer en esa esquina oscura de los quioscos donde habitan los héroes de los tebeos y las novelas baratas.
Jimmy Vargas. Sí, señor. Toda una leyenda.
Susana Fortes es autora de Esperando a Robert Capa (Planeta).
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4 comentarios
Write comentariosQue buena leyenda, me gustó mucho.
ReplyUn abrazo.
Tiene que haber algún lugar donde todos esos héroes olvidados reposen. En alguna parte...
ReplyTodos los niños buenos van al cielo.
ReplyY este tiene todas las papeletas par.
Un abrazo.
Me gustó la historia y el personaje, por ese aire de melancolia adquirida.
ReplyUn beso
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