Le pidió que le diera, por favor, un pasado. Afuera hacía calor, adentro había cerveza, ellos charlaban sin pasión, como quienes ya saben que hablar no cambia nada. Hasta que ella lo miró con una fuerza rara -los ojos entornados, los labios apretados dibujándole estrías- y le dijo en serio, Rober, un pasado, necesito un pasado.
Nada importante, le dijo, un par de fotos bien armadas en la computadora, quizás un anillito de recuerdo, algún libro digamos que olvidado, un regalo tan inadecuado que me duela. Y, si te animas, un poema o una canción o algo que me dé la sensación de que en algún momento me creí que sí valió la pena.
Él se sorprendió de que el pedido le pareciera tan sensato; después pensó que él no era la persona indicada, que nunca había sido la persona indicada. Se lo dijo, ella se rió -ella creyó que era una broma complaciente- y le dijo no seas pedante, Rober.
Entonces él aceptó y se dijo que aceptaba porque Lisa era una amiga de tantos tantos años, pero sabía que era porque ella había creído que su confesión extrema era una broma.
Al día siguiente puso manos a la obra. De a poco, la tarea se le volvió obsesión: fotos amarillentas, casetes de músicas vulgares, el poema pedido, dos camisitas blancas, un zapato de taco de aguja roto, libros de yoga furiosamente subrayados, la cuenta de un restorán chino, un boleto de tren de cartón gris y rojo. Más de una vez, en esos días, la llamó: te acordás, Lisa, cuando estábamos en la universidad, esa tarde que; te acordás de aquella vez que te pusiste el abrigo de pieles de; te acordás de ese compañero tuyo de oficina que. Tuvo un velo de celos, se rió. En algún momento de debilidad, solo en el water, cayó en la cuenta de que él participaba de casi todo ese pasado que inventaba, y se asustó: una cosa era un pasado para ella, una muy distinta que ese pasado avanzara sobre él.
Pero siguió adelante: empezó a extrañar aquellas noches que nunca habían pasado juntos, esos viajes magníficos -e incluso sus menguados contratiempos-, esas comidas a la luz de velas que jamás, esas charlas en que alcanzaba con callarse. Empezó a extrañarla.
Cuando ella creyó entender y se presentó en su casa vestida para el crimen, él le dio la vuelta la cara de un tortazo. Aprovechó su sorpresa para sacarle una foto. El hilito de sangre le bajaba de la ceja, le bordeaba el ojo, se mezclaba con una lágrima en el pómulo.
Después le pidió disculpas y le dijo que por favor se fuera, que ya le mandaría todas sus cosas. No encontró el modo de explicarle que nunca había sido bueno para los finales.
Martín Caparrós es autor de “Una luna” (Anagrama).
Sign up here with your email
2 comentarios
Write comentariosJoder, ¿tenia amnesia para hacerle un pasado?.
ReplyLa historia realmente interesante.
Un abrazo.
Yo no se´ei sería capaz de que me hicieran un pasado...
Reply... Aunque visto lo visto, solo cambiaria un poco.
Un abrazo.
ConversionConversion EmoticonEmoticon