- Fuente: mides.gub.uy
Cada doce días se mata o se intenta matar a una mujer. Eso dicen las estadísticas sobre la violencia doméstica. Pero las mujeres que la vivieron cuentan mucho más. Ellas pueden decir cuánto duele cada golpe, por más que no sea mortal. Y también cuánto cuesta reponerse de los gritos, la humillación y el sometimiento que conforman la violencia psicológica y que es mucho peor que los golpes. Por eso este relato está compuesto por las voces intercaladas de cuatro mujeres que accedieron a hablar con este suplemento bajo la condición de que sus identidades, las de sus familias e incluso las de sus agresores, permanecieran en el anonimato. Sus nombres y algunos detalles de sus historias fueron cambiados para darles esa protección.
Porque te quiero.
Clara: Nunca pensé que me fuera a pasar a mí. Yo leía las crónicas en los diarios, los informes en la televisión y pensaba que eso les pasaba a otras mujeres, que yo no tengo ese carácter, que mi padre nunca lo permitiría, que yo nunca me dejaría pegar. Pero lo hice. Me pasó.
Lucía: Ahora por lo menos puedo hablarlo. Antes ni eso. No me salía la voz. Todavía no pienso y me vuelve la angustia. Antes hasta tenía flashes de lo que había vivido. Ahora ya no.
Ana: También sentía vergüenza. yo soy una mujer formada, con educación terciaria. ¿Que iba a pensar la gente?. “Pobre infeliz, le dieron una paliza”. ¿Y arriesgarme a que me señalaran, a que pensaran que soy menos?.
Beatriz: Después entendés que no tenés que sentir vergüenza, que le puede pasar a cualquiera. Y que son cosas que pasan más rápido que el tiempo. Después entendés que nadie merece ser agredido. Y entonces podés contar tu historia.
Clara: Lo conocí cuando tenía 20 años y por una amiga en común. No sé qué me atraía de él, cambió tanto de lo que era… Era el clásico ganador, pero estaba siempre pendiente de mí.
Lucía: Como si fueramos un complemento.
Clara: Los dos veníamos de liceos privados, los dos empezábamos facultad y los dos queríamos tener una familia. Vivíamos en Pocitos y a unas pocas cuadras uno de otro.
Beatriz: Él me regaló mi primer celular. Me acompañaba a la parada del ómnibus, me llamaba todos los días, me preguntaba qué había hecho. Ahora me doy cuenta de que era para tenerme controlada. Antes pensaba que era porque yo le importaba.
Lucía: Durante los años que estuvimos de novios nunca lo vi ser violento. Nunca pensé que podía serlo. Sí había algo de machismo. No concebía tener hijos fuera del matrimonio. Pensaba que era la mujer la que tenía que cuidarlos. Nunca le gustó la idea de yo trabajara.
Beatriz: La única vez que lo vi en una actitud fuerte fue durante una pelea con la madre. En una discusión por un examen rompió un jarrón de vidrio. Pero no sé, pensé que era una bronca de esas que uno tiene de adolescente.
Clara: Estuvimos cuatro años de novios y una pasó nada. Hasta que pasó. Fue un lunes, como cualquier otro. El fin de semana habíamos ido a lo de unos amigos de él, que eran a los que siempre veíamos. Esa tarde me dijo de visitarlos de vuelta. Yo no tenía ganas. Se lo dije. Él insistió e insistió e insistió. Pero yo no quería. Y se lo dije, más de una vez. Empezamos a discutir. Él me recriminaba que con los estudios nunca teníamos tiempo para vernos, que habíamos pasado bien el fin de semana, que él quería ir. Y le dije que fuera, pero que fuera solo. Todavía no entiendo cómo se enojó tanto. Pero empezó a gritar, ahí en el medio de la calle. Y yo, que nunca fui de quedarme callada, también le gritaba, que no insistiera más, que no iba a ir. ¡ Basta !.
Lucía: Todavía me acuerdo de cómo me corría el corazón cuando me empujó contra una reja y me tapó la boca. Me seguía gritando y gritando. Era una cosa espantosa. Y ante la desesperación, apenas me soltaba un poquito, gritaba. Pero enseguida me tapaba la boca de nuevo. Quería pedir ayuda, quería llorar, pero no podía. Sobre todo sentía esa impotencia. Eso y horror.
Clara: En un momento él vio que se acercaba gente y me soltó. Salí corriendo, ni miré si me estaba persiguiendo. Corrí hasta mi casa. Llegué llorando. Mi madre me abrazaba y me preguntaba qué me había pasado, pero yo apenas podía hablar. No sé de dónde saqué fuerzas para contarle. Llantos, gritos, abrazos y a la comisaría. “Yo hablo con tu padre”, fue lo único que me dijo. Creo que las dos pensábamos que si ella no lo contenía, mi padre salía a matarlo.
Estuvimos horas sentadas en la Comisaría de la Mujer hasta que nos atendieron. Yo todavía no entendía nada, no podía razonar, pero intenté explicarle a la policía lo que me había pasado.
Ana: Nunca me sentí tan avergonzada. El perfil que todos tenemos de la mujer golpeada no era yo. Tengo estudios, familia. No era yo.
Lucía: Le dieron una orden de restricción. Un papelito que decía que por 30 días él no se podía acercar a más de 300 metros de mí y con eso nos mandaron para casa. Y fijate que nada más en la parada del ómnibus nos cruzábamos todo el tiempo. Me dijeron que a él lo fueron a buscar, lo tuvieron unas horas en la comisaría y lo largaron. No le hicieron nada, y él me hizo todo a mí.
Porque confío.
Clara: Enseguida comenzaron los llamados y los regalos y las flores y la promesas de terapia, de cambiar, de que nunca más. Esperaba a mi madre a la salida del trabajo e intentaba convencerla. Él sabía que hasta que no se la ganara a ella, no llegaba a mí.
No sé cómo, pero se la ganó. Y a mi también.
Ana: Yo sé que es difícil de entender. Pero le creí, pensé que podía cambiar. ¿Nunca pensaste que alguien podía cambiar?.
Clara: Bajo esa promesa volvimos. Pero ahora sabía que algo igual o peor podía pasar. Cuando nos llamaron del juzgado, ya estaba todo bien.
Lucía: Pero él sólo fue una vez a terapia.
Clara: Nos casamos. Teníamos 25 años, ya trabajábamos, alquilamos un apartamento y habíamos ahorrado para comprarnos todas las cosas de la casa, no teníamos problemas de celos. Lo teníamos todo para ser felices. Y las señales de que no lo íbamos a ser, estaban ahí.
Ahí todo escaló. Ahora yo era “su mujer” y él me lo decía siempre. Si había tenido un mal día en el trabajo, volvía directo a pelearse conmigo, a gritarme. Si venía una amiga a mi casa, él era todo un caballero. Pero bastaba con que mi amiga pusiera un pie en la calle, para ponerme mala cara y empezar “la próxima vez que venga cuando yo no esté” o “no quiero que me moleste mientras duermo” o “¿a esa atorranta invitás?”.
Lucía: Como esas cosas, te puedo contar millones. Y cuando lo confrontaba y le decía que así no podíamos seguir, empezaba a romper todo lo que tuviera cerca: microondas, mesas, jarrones, todo. Con el tiempo hasta empezó a tirarme los platos de comida. Hacía papas fritas y si él no quería comer eso, me tiraba todo al piso. “¡Esto no es comida!”, me gritaba.
Ana: Eso te amedrenta. Casi no podía expresarme. Y después, por supuesto, las disculpas, los regalos. Aunque al final ya ni me daba los regalos, me los dejaba ahí en la mesa para que yo los encontrara y supiera que eran para mí. El hecho es que vos te vas acostumbrando. Cuando querés salir y no podés, volvés a entrar en el círculo. Y seguís y seguís.
Lucía: Ah!, casi me olvido. A los meses de estar viviendo juntos, me crucé con la vecina de abajo, en el ascensor del edificio. Nunca nos habíamos hablado. Y me dice “yo no soy metida, pero ¿vos te das cuenta del grado de violencia que estás viviendo?”. Pero no. No era consciente.
Clara: Hasta que un día tuve un atraso. Íbamos un año de casados y las relaciones casi no existían. Pero me acuerdo que entonces pensé “si esto no es un embarazo, yo me tengo que ir”. No quería criar a un hijo sola, para mí un niño necesita a su padre.
Lucía: Pero fue un embarazo. No sé, pensaba que esa violencia que vivía era un estado que se podía cambiar con un poco de voluntad. Si yo le planchaba mejor las camisas, si no lo buscaba, si cocinaba mejor y más rápido. Y si él se calmaba… No sabía que había un riesgo de vida.
Ana: Y como no me pegaba…
Clara: Y la verdad es que todavía lo quería. Digo, ahora sé que era un sentimiento enfermizo, pero el sentimiento estaba.
Beatriz: Con el embarazo él se portó muy bien. Era una alegría. Me acompañaba a todas las consultas, me llamaba todo el tiempo para ver cómo estaba, dónde estaba.
Lucía: Pero ya empezaba a tener reacciones. En un momento sentí un rechazo. Dejó de acompañarme a las consultas, cada vez volvía de peor humor en el trabajo y empezó de nuevo a romperme los platos con comida.
Por la familia.
Beatriz: Una vez que nuestro hijo nació, el rechazo pasó a ser abandono total. Nunca lo cuidaba. Dos veces que los dejé solos lo encontré sacudiendo al bebé. Y cuando le decía que no podía ser que tratara así a su hijo me amenazaba. Me decía que si abría la boca, él me robaba al niño.
Ana: Me decía que yo no servía para nada.
Lucía: Me decía que me mataba.
Beatriz: Era obvio que no iba a hacer eso, que era todo de la boca para afuera. Pero yo ya no tenía con quién hablar las cosas. Vivía sumergida en ese mundo. Casi no tenía amigas. Ellas nunca podían venir a mi casa, porque él hacía que el ambiente fuera lo más tenso posible, y yo no podía ir a visitarlas sin que él me estuviera llamando al celular constantemente.
Ana: A mis padres tampoco los veíamos. A la hora de ver si pasar las fiestas con su familia o con la mía, él siempre me tiraba para su lado.
Beatriz: Y él ya había tenido una discusión fuerte con mis padres. Ellos después me dijeron que no se querían meter, que querían que si lo dejaba fuera por decisión propia.
Lucía: Ojo, yo sabía que con mis padres siempre iba a poder contar, pero la verdad es que tenía miedo. Porque él era capaz de enfrentar a mi padre, de amenazarlo, de pegarle, de matarlo... Un día me acuerdo que estaba mirando la televisión y mencionaron a una ONG que trabajaba en violencia doméstica. Anoté el número en un papel y lo guardé. Nunca supe bien por qué, se ve que había algo adentro mío que me advertía que tenía que cuidarme.
Beatriz: A todo esto yo trabajaba menos horas porque tenía terror de dejarlo sólo con mi hijo. Si no podía cuidarlo, lo dejaba en la guardería. Ahora que lo pienso, creo que él nunca le cambió un pañal.
Lucía: Y ya había entrado en la onda de salir con sus amigos y volver a cualquier hora. Un día yo había vuelto del trabajo y estaba en casa mirando la televisión con mi hijo, que ya tenía dos años, en la cama grande. Él llegó de noche.
Clara: Cuando sentí la puerta, me puse contenta, como siempre. Eran muchas horas de trabajo y yo lo extrañaba, quería comer juntos, hablar; era el único rato que íbamos a compartir. Y a la vez, sentí el ruido de la puerta y me decía "pucha, llegó ¿y ahora?". Entraba en un completo estado de expectativa. Esa vez llegó de mal humor. Vino directo al cuarto y me apagó la televisión. Le pregunté qué le pasaba, que cómo hacía eso...
Beatriz: y me empezó a gritar, que qué hacía en la cama atorranteando, que cómo no estaba cuidando al niño...
Lucía: que él no aguantaba eso y se iba con los amigos, que él sí había estado trabajando...
Ana: le dije que no gritara, que estaba nuestro hijo ahí y que yo también había trabajado.
Lucía: Y no sé cómo, todavía no sé cómo, pero me agarró de los pelos, me arrastró hasta el baño y empezó a pegarme una patada tras otra. Quise disparar, pero me encerró en el baño. Fue horrible. Y me dolía todo. No atinaba a pegarle, a agarrar algo y partírselo por la cabeza. Pensaba que era peor. Trataba de calmarlo y le decía "no me pegues más". Calmarlo y cubrirme. Sabía que si le partía algo en la cabeza, me mataba. Sabía que su reacción podía ser mucho peor.
Beatriz: Hasta que en un momento paró y yo sentí el portazo de la puerta. Se había ido. Entré en pánico. Se podía haber llevado a mi hijo.
Lucía: Me incorporé, a pesar del dolor y del llanto. Pero el niño estaba ahí, llorando.
Clara: Entonces me di cuenta que eso sólo se iba a resolver si uno de los dos desaparecía, él o yo. Y no me preguntes de dónde saqué la fuerza, pero así como estaba, salí a tomarme un taxi.
Lucía: Esa noche mi hijo y yo pasamos en la casa de mis padres. Y las noches siguientes.
Clara: Él seguía llamando, volvieron las promesas, los regalos, los pedidos. Pero yo no quería saber más nada.
Lucía: Ya había empezado a ir a la ONG que había escuchado en la tele. Ahí me explicaron qué era la violencia...
Beatriz: me dieron abogados y psicólogos...
Clara: me dijeron que tenía que denunciarlo. Y yo tenía miedo. Pero estaba decidida.
Lucía: Así que le hice la segunda denuncia. Y pasó lo mismo que con la primera: me dieron una orden de restricción y se lo llevaron a la comisaría para comunicárselo. Al rato lo soltaron.
Beatriz: Pero yo ya había empezado los trámites de la custodia. Porque también me explicaron que si me lo robaba, con eso podía cerrarle las fronteras. Era mi única arma.
Y ahora por mí.
Clara: Así empecé. Seguí yendo a mi terapia y fue todo un proceso de recuperar la esperanza en mí, los valores. Porque de esto se sale, cuesta, pero se sale.
Lucía: La custodia fue rápida. Pero tuvimos que hacer una mediación por las visitas. Así que, después de haberlo dejado así como lo hice, me tuve que sentar al lado de él, enfrente de un juez, y decir "si, yo dejo que vea a mi hijo". Tenía tanto miedo y tanto apuro porque eso se acabara de una vez, que le di tres horas tres días a la semana. Mucho más de lo que se merecía. No digo que esté mal porque es su padre y yo siempre supe separar.
Beatriz: A mis padres no les conté todo lo que pasó. Les dije que me amenazaba y después ellos se fueron enterando.
Lucía: Una vez, almorzando, mi padre estaba bromeando con mi madre, y ella le dijo "ya te voy a agarrar". Ahí mi hijo me miró y me dijo "¿te acordás mamá, cuando papá te agarró de los pelos y te arrastró hasta el baño?". Nunca me sentí tan triste.
Clara: A los meses de separados tomé coraje y lo llamé para que decirle que iba a ir a buscar mis cosas al apartamento. Porque hasta entonces no había vuelto a poner un pie allí. Le dije que iba con la policía y que se fuera. Que iba a empezar los trámites de divorcio. Y cuando fui con mi padre, porque lo de la Policía era sólo para asustarlo, abrí la puerta y se había llevado todo. Lo de él, lo mío, lo que habíamos comprado juntos. Sólo me había dejado la pecera con los peces flotando, muertos. Ahí entendí lo equivocada que había estado.
Lucia: Hoy mi hijo sigue viendo a su padre.
Beatriz: Al principio me pedía que fuera yo a las visitas, para que el niño se acostumbrara a él. Pero era sólo para rogarme que volviéramos. Para decirme que estaba arrepentido, que se daba cuenta de todo lo que había hecho, que yo era la mujer de su vida.
Lucía: Yo le creo, pero para mí ya es tarde.
Clara: Él está en pareja y ya no me molesta.
Lucía: A ella le pega, lo sé por los cuentos de mi hijo. Porque yo salí de esa violencia, pero mi hijo no. A su padre nunca lo mandaron preso y nunca lo obligaron a hacer terapia. Los que sí estamos en terapia somos nosotros. Yo para revalorizarme, y mi hijo para procesar todo lo que vive. Él a veces no tiene ganas de verlo y va obligado, con la cabecita a gachas. Pero no le dice que no. Le tiene miedo. Aunque nunca le pegó.
Beatriz: Las otras madres de la ONG me dicen que tenga cuidado, que los hombres golpeadores también pueden gritarles a sus hijos, pegarles, o cosas peores.
Lucía: Yo no creo, él está arrepentido. Pero ahora entiendo cómo él piensa y es diferente.
Clara: Ahora estoy atenta.
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3 comentarios
Write comentariosAlgunos comentarios me conmovieron.
ReplyUn abrazo.
Con los pelos de punta me dejaste.
ReplyJoder, menudos relatos en primera persona de mujeres que pasaron por esto.
Un saludo.
bien dicho.por si fuera poco siempre me coge a la hora de la comida y el postre con BELEN
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