Voces.

El pasillo de la planta baja era oscuro y estrecho. Al fondo, una única luz brillaba en el umbral de las escaleras que bajaban al sótano, a la sala de la caldera, allí donde una noche más volvían a escucharse las voces.

Cristóbal era el tercer vigilante nocturno en lo que iba de año, el undécimo desde que, según la leyenda, empezaran a escucharse los gritos. Ninguno de sus predecesores habían terminado en condiciones de contarlo, tres estaban ingresados en diferentes centros psiquiátricos, cinco habían desaparecido, el resto se había suicidado.

El complejo llevaba cerrado más de sesenta años, abandonado en algún momento cercando al final de la Guerra Civil.

Había sido concebido como hogar de discapacitados a principios de siglo y reconvertido en hospital de campaña durante los años más oscuros de la contienda. Los últimos informes databan del cuarenta y dos, después, nada.

El terrible incendio había devorado dos de las alas anexas y parte del edificio principal, los expertos declararon que el fuego había surgido de un fallo en las conducciones de la caldera, pero nadie había querido investigar más allá.

Ni causas, ni víctimas, ni responsables, todo había quedado silenciado. Hasta que la llegada del nuevo equipo ministerial supuso el inicio de las labores de restauración del viejo y defenestrado caserón.

Cuatro años antes de que Cristóbal consiguiera el puesto, las autoridades habían vuelto a abrir las puertas, habían quebrado los sellos, habían desenterrado sus secretos y habían dando comienzo a las voces.

Aquella noche, como otras tantas, Cristóbal atravesó el estrecho pasillo con la linterna tiritando en su mano zurda y la diestra aferrada a la empuñadura de la porra que llevaba sujeta al cinturón. Sólo llevaba dos meses en aquel trabajo, y jamás hubiera imaginado que el terror iba a comenzar tan pronto.

Le habían hablado de las voces, no le habían ocultado nada. Le habían explicado los misterios y los inconvenientes de aceptar el turno nocturno de vigilancia en un hospital abandonado, en un hospital con esa historia, en un lugar con aquella leyenda negra.

¿Qué había ocurrido entre sus paredes en el año 42?. Las voces intentaban explicarlo, pero nadie sabía o quería hacerles caso. Los gritos no sonaban cada noche, sino solamente algunas, en las madrugadas más frías y silenciosas de la sierra de Madrid.

El tiempo parecía detenerse, el aire empezaba a oler a rancio, a reseco, chillidos como de reses siendo abiertas en canal recorrían las paredes del antiguo sanatorio como un filo de navaja. Siempre procedían de la habitación de la caldera; igual que el calor, el olor a sudor sucio, igual que la temperatura infernal que surgía de una caldera muerta hacía más de medio siglo.

Cristóbal volvió a sentir su corazón acelerarse cuando llegó al final de la escalera. El titubeante haz de su linterna dibujó un círculo espectral en la pared de hormigón que conducía a la puerta reforzada de la sala de calderas. Empezó a avanzar, muy despacio, sabiendo a ciencia cierta que el calor que sentía al acercarse era sólo producto de su imaginación, así como las voces, los gritos, chillidos estremecedores de niños ardiendo.

¿Qué ocultaban aquellas paredes?, ¿qué escondía esa máquina infernal?, ¿qué habían hecho con ella?. Los gritos se clavaban en las sienes del vigilante rompiendo su fortaleza, pensó que por qué las autoridades no se decidían a derruir el ala de la caldera, ¡ el edificio entero !, olvidar la restauración y enterrar para siempre los terrores y los crímenes cometidos ahí dentro. Entonces las voces gritaron más fuerte.

-- ¡ Basta ! –. Chilló Cristóbal, cerrando el puño entorno al pomo que parecía arder en su palma.

Sólo tenía que entrar, cerrar la llave de una vez más, así cesaría el dolor, cesarían los gritos. Al menos hasta la próxima noche. Antes de abrir ya sabía lo que iba a encontrar al otro lado, nada. La sala iba a estar vacía como siempre, la caldera fría y sus juntas oxidadas, la vieja rueda hexagonal giraría como un quejido para acallar los gritos que no pertenecían a nadie de este mundo, que no eran reales, que nunca lo eran.

Realizaría el ritual, jugaría con ellos una vez más, pero cuando el calor y las voces desaparecieran de nuevo correría hasta su garita y engulliría un litro de café pensando en cómo redactar su carta de despido. No lo soportaba más. No quería acabar como los otros, completamente loco. Su mano giró el picaporte y empujó la puerta sin esfuerzo, qué raro, debería de estar oxidada.

En lugar de un habitación oscura encontró la la sala iluminada, caliente, vibrante, debido al inmenso calor que despedía el monstruo de acero que dormitaba en su interior. Los gritos resonaban con más fuerza que nunca en unas paredes de cemento que habían perdido sus telarañas como si no las hubieran ganado nunca. los tubos de metal que recorrían el suelo y trepaban hacia el techo aparecían relucientes como recién bruñidos y hasta la última de las herramientas estaba colocada en sus sitio.

La puerta se cerró de golpe tras los talones de Cristóbal. En el centro de la habitación la calabaza de acero parecía mirar a los ojos del vigilante.

Un fuego infernal se sacudía en su interior, golpeando el cristal del ventanuco redondo de su única puerta. Las llamas crepitaban despidiendo por las rendijas de la caldera un intenso calor y un hedor a carne quemada que Cristóbal no había experimentado antes. Nada de eso debería estar pasando, nada debería ser tan real, o al menos no parecerlo.

Sin embargo el sudor se deslizaba por su piel desde debajo de su gorra y sentía el dolor del fuego calentando su cara, su uniforme, sus manos. Los chillidos brotaban del interior de la caldera, no cabía duda, tan dolorosos, tan intensos, que estaban rompiendo el alma del aterrado vigilante.

-- ¡ Silencio !, ¡ Callad !. Cristóbal dio un paso más hacia la caldera que parecía estar a punto de reventar.

Las agujas de sus medidores, que deberían estar rotas e inservibles, marcaban niveles de temperatura y presión sobrehumanos.

La visión del vigilante comenzaba a nublarse por el vapor y el sofoco y decidió hacer lo único que sabia podía funcionar: si giraba la llave hexagonal, si apagaba la caldera, podía conseguir que todo terminara.

Se acercó al monstruo de acero con la mirada fija en ese ojo de cristal contra el que se sacudían las brasas, empañado y turbio por la ceniza y que no dejaba distinguir su interior. El plástico negro de la linterna se arrugó como uno de los vasos de la máquina de café que había visto arder en algún momento de aburrimiento, la lanzó contra una de las paredes y alargó la mano hacia la rueda de hierro en la unión de los dos medidores.

-- ¡ Está muerta, lo sé ! –. Gritó para si, al borde de la locura, consciente de que si conseguía hacerla girar, ilógicamente aquel infierno cesaría.

Sus dedos rodearon las muescas de la manivela y dejó escapar un alarido al sentir la piel quemada. El hierro ardía pero aún así reunió fuerzas para obligarse a girar una manija desahuciada desde los años 40.

¿ Que había ocurrido allí dentro ?. La pieza de metal giró por fin pero lo hizo para separarse de su soporte, para romperse, para desprenderse de la caldera y bailar entre los dedos del vigilante como en una broma macabra. Casi a la vez algo explotó en el interior del horno, su gruesa barriga se estremeció de repente y la temperatura aumentó todavía algunos grados.

Los gritos, los gritos, Cristóbal se llevó las manos a la cabeza, ¡ los gritos !. Estaba paralizado en el centro de la habitación cuando empezaron los golpes. Aunque le resultara increíble (y que no lo era ya) procedían del corazón de la caldera, mezclados entre las voces. Eran sacudidas, como pataleos, puñetazos contra las paredes del gigante de acero.

Cristóbal retrocedió horrorizado, los gritos además tenían forma, tenían cuerpo y querían escapar. No podía ser cierto, quiso asomarse apenas unos centímetros al interior del cristal y entonces una mano delgada y gris golpeó desde dentro del ventanuco.

El vigilante dio un salto hacia atrás y se sintió al borde del infarto. Aquella mano era real, ¡ la estaba viendo !. Los dedos huesudos se deslizaron por el cristal dejando una marca como de cinco arañazos en el hollín. Había gente allí dentro, era cierto, había gente abrasándose viva.

Cristóbal se abalanzó contra la puerta y trató de abrirla pero sólo consiguió quemarse los dedos y que el calor sofocante le dejara sin respiración. Volvió a intentarlo, golpeó el cristal con su porra, buscó entre las herramientas con qué forzar la maldita caldera, pero todo fue imposible. Aquellas personas se estaban quemando ante sus ojos sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Entonces los gritos cesaron y, de alguna manera, Cristóbal lo entendió todo.

Aquellos condenados no estaban intentando salir, ya estaban muertos de todos modos. Se dio la vuelta hacia la caldera y encontró la portezuela abriéndose lentamente. Distinguió las sombras retorciéndose entre las llamas. Brazos, torsos, ojos que le buscaban, ojos que le encontraron.

Echó a correr hacia la puerta de la habitación mientras, a su espalda, una pierna ennegrecida surgió de las fauces de la caldera. Un ser calcinado salió de su interior, luego otro, vestían jirones quemados de batas de hospital que debieron ser azules y presentaban vagamente forma humana.

El vigilante chocó de sopetón contra la puerta y contra la realidad al mismo tiempo: aquella puerta no iba a abrirse, nunca más, al menos para él. Chilló como no había chillado nunca y lloró como un niño antes de que la mano caliente y descarnada le agarrara por los pelos y le diera la vuelta.

La forma le miró con su único ojo, cabeza sin pelo y pústulas por todo el cuerpo. Detrás de él le esperaban más. Cráneos rapados, cicatrices, puntos de sutura, sangre en encías y globos oculares. Enfermos, todos enfermos. El fruto de la ignorancia, del miedo, de la crueldad y de la matanza. Le miraron durante unos segundos y él leyó la venganza en sus rostros. Sacrificio, escuchó, no supo bien de dónde. El olor de sus propias heces se confundió en su cabeza con el de la carne quemada, el de los brazos y manos que le agarraron y le levantaron del suelo, que arrancaron su mano del picaporte de la puerta cerrada, de su último asidero con la realidad.

Gritó en busca de auxilio pero sabía bien que nadie iba a oírle, igual que sabía que nadie iba a encontrarle, que le darían por desaparecido como a los otros vigilantes. No había podido eludir la purga de los pecados de otros.

Las criaturas tiraban de él hacia el interior de la caldera mientras luchaba por escapar de la muerte. Golpeó a una de ellas en la cara y escuchó el crujido de la piel quebrarse cuando su puño atravesó aquella cabeza tostada y reseca. De una patada arrancó un brazo decrépito que le agarraba el tobillo y por un momento consiguió zafarse y correr otra vez hacia la puerta.

Pero las criaturas doblaron su esfuerzo, más y más de ellas brotaron del interior de la caldera que parecía vomitar cadáveres calcinados. ¿Qué había sucedido ahí dentro?. Los enfermos volvieron a abalanzarse sobre él, le agarraron quince brazos, treinta manos, despojos de mujeres y niños le asieron del pelo y le mordieron las manos, los hombres más fuertes le levantaron del suelo y le cargaron en volandas hacia las fauces abiertas de aquel horno crematorio infernal, mal parto de las mentes enfermas de hombres supuestamente cuerdos.

Las suelas de los zapatos del vigilante se derritieron como goma y los dedos de sus pies ardieron en llamas. Sus gritos eran tan fuertes como lo habían sido los de las criaturas durante aquellas noches horribles de hacía sesenta años. Sus tibias crujieron, las rótulas estallaron y sus muslos se llenaron de ampollas sangrantes. Los testículos de Cristóbal reventaron y empezaron a brotarle llamas del abdomen, estómago y demás vísceras incendiadas, pero no conseguía morir.

El humo encharcó sus pulmones pero la asfixia tampoco acabó con él. La piel de sus manos se desprendió del hueso y se arrugó hacia atrás como un calcetín, con medio cuerpo dentro de la caldera los globos oculares saltaron de sus órbitas y su cabello ardió como un manojo de bengalas.

Las criaturas entraron en la caldera detrás de él, se sentaron a su alrededor en el centro de las llamas. Le miraban. Le oían chillar, le observaban consumirse.

Entonces sus voces se unieron a la suya. Voces estremeciendo los cimientos del viejo sanatorio, los crímenes del pasado, las raíces de un mal ancestral. Del mal que surge del propio ser humano.

18 minutos después de haber empezado, todo terminó de golpe. La caldera se apagó y las voces… las voces guardaron silencio.

Onion - Estefan

Previous
Next Post »

2 comentarios

Write comentarios
Unknown
AUTHOR
26 de septiembre de 2009, 17:54 delete

Pobre vigilante, no me extrañaría nada que se volviera loco el pobre hombre.

Una historia intrigante y bien elaborada.

Un abrazo.

Reply
avatar
26 de septiembre de 2009, 19:36 delete

Que angusta, me da mucha pena el pobre vigilante.

Buena historia.

¡ UN BESITO!

Reply
avatar