“…En la eterna senda de los muertos, allí donde las almas rendían pleitesía al dolor, donde cada lamento era acaso el último, donde los siervos del diabólico rezaban oscuras misas negras que aliviaban su tormento. Allí los Caídos, esencias de la maldad urdiendo con sus talentos perpetuos, la consumación del cataclismo mundano, que con su rúbrica sangrienta exhumara un perfecto final negro para los condenados…”
Landariel despegó la vista de la cuartilla y contempló con actitud crítica, los versos que acababa de plasmar en tinta negra. Resultaba irónico que él mismo, perteneciente a la 3ª Jerarquía, siendo un arcángel al servicio del todopoderoso, se encontrara en esos momentos trazando las líneas de su última letanía.
Mas no sentía dolor, no podía sentirlo: ni miedo, ni pena. Únicamente flotaba en el aire el vago aroma de la indiferencia más pura, tiznada tal vez con un deje de curiosidad; en la quietud de su soledad, tan sólo podía seguir escribiendo un poema que signara una despedida eterna, que pusiese fin a casi diez mil años de existencia.
Los demás continuaban con sus salmodias siempre dulces y conciliadoras que se disipaban en aquel sentenciado Reino celestial, exentos a cualquier movimiento fuera de lo común, extraño. Ajenos, al fin y al cabo, a la enorme magnitud de la barbarie que se iba a desencadenar en la Tierra, de la mano de aquellos Caídos que una vez osaron alzarse contra el altísimo, bajo el estandarte de Lucifer.
Lucifer. El recuerdo de su nombre era cuanto menos un latigazo doloroso y fugaz que no quería abandonarlo. Aquel bello hermano de la luz que había decidido pronunciarse contra su creador, fiel a unas convicciones que otros muchos siguieron y que les llevó directos a las puertas del Tártaro, confinando su existencia a un tormento eterno que castigara su osada insurrección.
Landariel, por aquel entonces, estaba casi convencido de que aquella condena no era sino una retención a corto plazo, pues las almas negras de los caídos poco tenían de sumisas, poco tenían de resignadas. No, no sucumbían al dolor ni al sufrimiento. Él sabía que llegaría un día en que hallarían una vía para vengarse y saldar cuentas pendientes con los demás; y, para gran curiosidad suya, aquel era precisamente el día elegido. Se sintió tan rebosante de energía que por unos momentos olvidó dónde se encontraba y qué hacia.
Cerró los ojos y dejó que el éxtasis recorriera todas las partes de su cuerpo, entumecidas por la falta de emociones positivas. Era tan reconfortante… hacía milenios que había sido un esclavo del infierno, un mero muñeco sujeto a las exigencias de los verdugos que lo habían estado atormentando. Cierto era que, la culpa de que se hubiese transformado en un caído era en gran medida suya, al haberse dejado seducir por las palabras de Lucifer, negando las verdades del Señor y oponiéndose a ellas.
Más no había tiempo para pensar en aquello. Ya no era Thorimel, ángel de las luminarias y de la belleza lunar; no. Él era Thorimel, renegado de las tinieblas, al igual que otros muchos de su condición. Pero, ahora, ahora todo había cambiado. La Redención se había desatado, había cobrado forma. La arcana promesa se había tornado viable, se había cumplido y con ella, las esperanzas casi sepultadas por el infinito mar de dolor afloraban como sangre que emana de una profunda herida.
El Señor había querido inhumarlos cruelmente, más la resurrección de sus almas estaba en camino y el apocalipsis iniciado sería, como mucho, el peor final que verían sus viejos Hermanos del Reino Celestial. Al menos, Thorimel así lo esperaba. Dejó caer el cuerpo exánime de su presa, un famélico joven cuya sangre ahora formaba parte del cuerpo de Thorimel. La boca curvada en una horrible mueca, los ojos desorbitados y en blanco, las venas amoratadas que segmentaban la piel pálida de su frente y cuello.
¡Ah, que débil e insignificante era la existencia de un mortal!, ¡Cuán poderoso se sentía ahora que podía alterar el frágil hilo de la vida humana!.
Unos ruidos sordos lo sacaron de su ensimismamiento. La tierra gemía a sus pies, se convulsionaba al son de los tambores que la martilleaban desde sus entrañas. Nuevas grietas volvieron a abrirse a lo largo y ancho de la calle donde él se encontraba, fragmentando las aceras, haciendo temblar las casas cercanas y vibrar los cristales que, en cuestión de segundos, se rompieron estrepitosamente, uniéndose al griterío de los humanos que a duras penas podían permanecer de pie en todo aquel infierno.
La Tierra estaba sufriendo la devastación de los Caídos; éstos se estaban alzando de sus mazmorras, ansiando la venganza, codiciando presas que actuasen como estipendio por todo el escarnio soportado. No querían esperar más; no cuando las puertas del abismo, ahora abiertas, les ofrecían una vía directa de escape al mundo terrenal, el cual esperaba pacientemente ser arrasado. Lo único que tenían que hacer era remontar el vuelo y salir a la superficie.
Thorimel observó el cielo del atardecer anaranjado, manchado ocasionalmente por menudas columnas de humo negro; era un espectáculo desolador, perfecto. Quizás demasiado perfecto. ¿Qué harían ahora sus hermanos celestiales?, ¿cómo actuarían ante tal muestra de poder, ante la manifestación de su firme derrota rubricada con la sangre mortal?. Esperaba impaciente el momento de comprobarlo.
“… Tentando su suerte ante Dios, burlándose de su extraño amor piadoso cuya presencia jamás sintieron. Saliendo de las sombras, levantando sobre el Imperio el vuelo que resucitaba sobre la tierra, poderoso, donde campanas doblaban al son del tormento…”
Empezaba a oír los chillidos. Los alaridos de los inocentes que estaban hallando muerte allí abajo, en los confines del todo lo mortal, dirigiendo sus súplicas a Dios, reclamando que los salvase, que los protegiese.
Landariel sonrió, con un chocante deje de amargura. “¿Realmente creen que va a acudir en su ayuda?”, pensó durante unos instantes. Observó de nuevo su cuartilla, consciente de lo que acababa de pensar, consciente de que tal vez, la indiferencia que le producían aquellos hechos se explicase con el simple argumento de que había elegido seguir al líder equivocado. Acaso Lucifer le hubiera reportado algo más que una fe ciega, algo más que la eterna existencia celestial…
A lo mejor estaba soportando lo que los mortales llamaban “crisis de fe” y la flaqueza de sus convicciones lo llevaba a ser tan crudo con todo lo que lo rodeaba y por eso daba rienda suelta a su mente, a sus manos, dejando que aquel trío perfecto danzara sobre el papel, transcribiendo todo lo que en realidad pensaba y no decía; lo que creía, pero no terminaba de aceptar. Sus hermanos no tardaron en darse cuenta de lo que estaba sucediendo en la tierra. Cayeron de rodillas, postrados en actitudes tan ridículas que el propio Landariel ser sonrió ante ellos; lágrimas tan puras como gotas de manantial rodaban por sus níveas mejillas y sus cándidos labios sonrosados se curvaban en muecas de dolor, de sorpresa, disgusto y en ocasiones tormento.
No podían creer lo que sus ojos veían; ni querían. Landariel se levantó de su escritorio labrado en blanco mármol refulgente y caminó hacia ellos, palpando cada una de sus emociones como si se tratasen de prolongaciones de su propia alma; con la diferencia de que encontraba su espíritu más distante del Reino Celestial de lo que había estado en todas su existencia. No era como ellos; en ese momento lo tuvo tan claro como un amanecer estival. Su voz sonaba seca en comparación con el cálido tono de todos los demás; su rostro transmitía una leve sensación de amargura, de tormento, con las cejas enmarcando sus oscuros ojos verdes y su glacial boca de labios finos que siempre aparecía curvada en una sonrisa exánime, acaso muerta.
No. No podía seguir así. Quería retirarse de todo aquello. No esperaba ser bien recibido allá abajo, pero incluso la muerte a manos de sus hermanos caídos le complacía más que seguir permaneciendo oculto y arrinconado entre hermanos celestiales que jamás encontrarían solución a su pesadumbre. Preferiría bajar y perecer casi súbitamente antes que pudrirse con lentitud arriba; quería palpar la maldad de los caídos, hacerles partícipes de su aversión hacia los cuerpos etéreos, catar la tentación y pecar en alma; hacer todas aquellas cosas a las que, en su día, había renunciado erróneamente.
Después de todo, ¿no era la palabra de Dios aquella que recordaba que el arrepentimiento era la primera vía para alcanzar la “salvación”?.
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2 comentarios
Write comentariosEspero que no pase nunca lo que escribes.
ReplyMenudo miedito.
Un besito.
Yo no me arrepiento de nada y no creo que me salve.
ReplyEl dia que muera voy de cabeza al infierno.
Buena historia !!!
Un abrazo.
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